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Navidad Índigo: el epílogo navideño de La Lluvia Índigo
Estas navidades podremos disfrutar de un nuevo epílogo en el que conoceremos cómo viven Eva y Lucas su primera Navidad tras los eventos de La Lluvia Índigo.
Sabremos también cómo se celebra la Navidad en Atlántida y si las vidas de Alberto, de Tomás, de las hermanas Gras o de Parvati han cambiado en este tiempo.
El epílogo consta de cinco capítulos. Puedes leértelos del tirón o ir dosificándolos, según te apetezca. Aquí tienes los cinco capítulos de Navidad índigo:
1
Siempre había odiado la Navidad. Aunque quizás sea más preciso decir que la había odiado desde que murió su padre. De eso hacía ya diecisiete años, lo que significaba que llevaba más años detestando la Navidad que disfrutándola.
No obstante, desde el momento en que entró a formar parte de la familia Gras a Eva no le quedó más remedio que hacer de tripas corazón y dejarse arrastrar por la ola de entusiasmo navideño de Dora y Ágata. Las tías de su novio, que también eran sus jefas, vivían la Navidad con auténtico fervor; no porque fueran religiosas, ni mucho menos, sino porque les chiflaban la decoración y la música navideña, y porque se les presentaba la oportunidad de inventar nuevos dulces y pasteles especialmente concebidos para las fiestas navideñas.
Atlántida estaba ya totalmente decorada: luces y espumillón en cada esquina, un árbol de Navidad enorme y una cantidad exagerada de estrellas, muñecos de nieve y Papás Noel repartidos por el amplio local. Además, el hilo musical de la cafeletrería había pasado de reproducir canciones suaves de jazz y soul a taladrar con un puñado de canciones navideñas que iban desde clásicos como A Belén pastores o Campanas de Belén hasta el hit All I want for Christmas is you de Mariah Carey. Eva no tendría más remedio que aguantar las próximas dos semanas, hasta que diera comienzo el año nuevo y todo volviera a la normalidad.
―Eva, cariño, ¿cómo se llamaba aquel amigo tuyo que diseñó los carteles de Atlántida? ―le preguntó Dora cuando vino de la cocina con una tarta de cerezas recién sacada del horno.
―Mario. ¿Por qué?
Dora colocó la tarta en la vitrina que tenían en un extremo del mostrador y se volvió con una expresión que Eva ya conocía muy bien.
―Se me ha ocurrido que podría hacernos unas tarjetas para felicitar la Navidad.
―¿Te refieres a un christmas? ―preguntó Eva frunciendo el ceño.
―Llámalo como quieras ―replicó Dora―. Una tarjeta de Atlántida felicitando la Navidad. Y no pongas esa cara.
Eva se rio por el comentario final y prometió que escribiría a Mario para pedirle un diseño para la dichosa tarjeta de felicitación. Si estaba dispuesta a soportar esas horribles canciones y todo ese espumillón, ¿qué más le daba encargarse de otra de las ocurrencias de Dora?
―Tomás, ¿con quién vas a pasar tú la Nochebuena? ―le preguntó Dora al cliente más fiel de su negocio.
―Con mi hija y su familia. ¿Con quién va a ser? ―gruñó el anciano mientras se dirigía a su butaca habitual con un libro de botánica que las hermanas Gras acababan de traer a la cafeletrería.
―Sólo preguntaba por curiosidad ―se excusó Dora―. Nosotras cenaremos con Alberto aquí mismo, en Atlántida.
―¿Aquí? ―se sorprendió Tomás mirando a su alrededor
―Es más grande, más acogedor y el horno es mucho mejor que el de casa ―le explicó Dora encantada de la vida―. Además, ¡mira qué bonita ha quedado! ¿No te parece el lugar más adecuado para celebrar la Navidad?
Tomás volvió a mirar a su alrededor, pero optó por callarse, aunque nadie podía negar que la decoración de la cafeletrería era espectacular.
―¿Y tú no te quedas, muchacha? ―preguntó Tomás dirigiéndose a Eva. Le gustaba llamarla muchacha.
―No. Ceno en Torrelavega con mi madre y su novio ―contestó Eva con desgana.
No le apetecía nada celebrar la Nochebuena, pero hubiese pagado por hacerlo allí con Alberto y sus tías en lugar de tener que aguantar a su madre y a Félix hablando de su fin de semana esquiando o de sus planes para la jubilación.
Hacía años que no pasaba la Navidad con ellos. Los últimos tres Eva había celebrado la cena de Nochebuena y la comida de Navidad en Comillas, en casa de los padres de Lucas. La familia de su entonces novio se tomaba tan serio las tradiciones navideñas que Ana, su ex suegra, consideraba un sacrilegio que alguno de sus dos hijos no estuviera en la mesa en esos días tan señalados. Así que si Eva y Lucas querían pasar juntos la Navidad debían hacerlo allí.
Pero este año iba a ser diferente: Eva y Lucas no iban a pasar juntos aquellas navidades, por lo que Eva ya no tenía excusa para no acudir a Torrelavega. Alberto la había invitado a quedarse en Santander con él y sus tías, pero su madre parecía preocupada por que su hija llevara mal sus primeras navidades sin Lucas y había insistido en que volviera a casa.
―¿Tu madre no se fía de mí? ―había llegado a sugerir Alberto con verdadera preocupación.
―No es eso ―había tenido que explicarle ella―. Creo que se siente culpable porque los primeros dos meses tras mi ruptura con Lucas los pasó en Benidorm con Félix y quiere compensarlo porque supone que la Navidad va a remover mis emociones y que voy a sufrir un bajón de ánimo.
Alberto se había quedado mirándola con cara de circunstancia.
―¿Y supone bien?
―Claro que no, tonto ―había zanjado antes de darle un beso.
Pero lo cierto es que sí estaba más revuelta de lo habitual; primero, porque era probable que la época navideña le trajera recuerdos de sus años con Lucas; pero, sobre todo, porque esa mañana había recibido un mensaje de su ex novio que la había descolocado.
¡Hola! ¿Qué tal estás? Oye, ¿vas a andar por Campanarios este fin de semana? Me gustaría invitarte a un café y ponernos al día. Puedo ir a Atlántida si te resulta más cómodo, pero quizás prefieras ir a otro sitio. Dime qué te parece, ¿vale? Un abrazo.
¿Por qué quería verla Lucas? No se habían visto desde la ruptura, hacía casi diez meses, aunque Eva hubiese jurado haberlo visto pasar de largo por Campanarios en una tarde lluviosa de octubre. Pensaba que Lucas la había estado evitando, que quizás estaba dolido porque Eva hubiese rehecho su vida con Alberto. Lucas trabajaba a tres minutos andando de Atlántida y de la calle Campanarios, así que si hubiera querido habría podido visitarla fácilmente. ¿Por qué ahora? ¿Qué había ocurrido? ¿Iba a contarle algo importante? ¿Estaría saliendo con alguien? ¿Iba quizás a ser padre? ¿Se marchaba a vivir a otro lugar?
―Eva, ¿estás bien?
Azucena la miraba desde detrás del mostrador con cara divertida.
―Sí, perdona, que estaba en mi mundo ―se excusó sonriéndole. Después echó una mirada rápida a Brócoli, el perro de Azucena, que la miraba con la lengua fuera desde el suelo―. ¿Broqui ha cogido peso o me lo parece a mí?
―Sí, hija, sí ―respondió Azucena mirando al perro como si fuese un niño que acabara de hacer una travesura―. Sospecho que Tomás le da comida cada vez que lo cuida.
―¿Se queda con él a menudo? ―se sorprendió Eva― Pensé que había sido algo puntual.
―Empezó siendo así, pero luego Tomás insistió en que se lo dejara más a menudo ―le contó acercándose levemente y bajando el volumen de la voz―. Creo que le hace mucha compañía y que se siente seguro con él. Aunque si le preguntas lo negará y añadirá que antiguamente a los chuchos no se les trataba como personas, que nos hemos vuelto idiotas con los perros y que él cuida de Broqui por hacerme un favor.
Eva soltó una carcajada y se dispuso a prepararle un Capuchino de la abuela a Azucena. Mientras lo hacía sopesó las opciones para su encuentro con Lucas; definitivamente no quería encontrarse con él en Atlántida. Había muchas razones por las que no era una buena idea, pero la principal era que la cafeletrería era ahora el hogar de Eva, el escenario de su nueva vida, y por lo tanto no estaba preparada para que Lucas se paseara por allí como un pulpo en el desierto. Sentía escalofríos cada vez que recordaba el momento en el que Lucas había aparecido allí recién llegado de la India con su enorme mochila a la espalda, la piel morena y varios kilos menos, irrumpiendo de golpe en su nuevo mundo y mezclándose con Alberto y sus dos tías.
Le propuso quedar en el Kelly’s; estaba en la calle Campanarios, a sólo unos pasos de Atlántida, pero era terreno neutral, puesto que ambos lo conocían, habían pasado muchas horas allí y les traía buenos recuerdos. Lucas estuvo de acuerdo, y acordaron verse allí el viernes, tres días antes de Navidad.
Esa misma tarde pasó por Atlántida Mario, el amigo diseñador de Eva, y Dora le permitió a ésta tomarse un descanso para sentarse con él y así comentarle la idea del christmas.
―Eso te lo hago en un periquete ―le aseguró Mario mientras probaba la tarta de cerezas que esa mañana había hecho Ágata.
―Pero tienes que cobrarnos ―se apresuró a decir Eva―. Nos hiciste gratis el diseño de los carteles y los flyers, pero esta vez pienso pagarte quieras o no ―añadió antes de que Mario se negara.
―No me cuesta nada, Eva ―repuso Mario antes de engullir otro trozo de tarta―. Con lo bien que me tratáis siempre aquí…
―¡Faltaría más! Encima de que nos mandas clientes todas las semanas ―observó Eva.
Unos días antes dos señoras de avanzada edad pero de porte elegante habían acudido a probar la famosa tarta de queso de Dora afirmando que Mario les había asegurado que era la mejor que había probado jamás. Una de ellas era Doña Concha, la abuela de la mejor amiga de Mario, y la otra era Doña Joaquina, su inseparable amiga. Quedaron tan satisfechas con la tarta de queso que volvieron a Atlántida pese a que el médico de ambas les había aconsejado no comer dulce a menudo.
―Me han pedido que no le diga a nadie que meriendan aquí ―le contó Eva recordando la última visita de las entrañables señoras.
En ese momento Alberto entró en Atlántida quitándose el abrigo y se acercó a ellos, saludó a Eva con un beso y se marchó tras quejarse de que su tía Ágata quería que la ayudara a mover un armario enorme de la cocina. Llevaba puesto uno de esos chándales que tan bien le sentaban y que en su día habían hecho que Eva se sintiera sexualmente tan atraída por él.
Mario tampoco parecía inmune al cuerpazo de su novio.
―Eva, cariño, yo a Lucas le quería mucho, pero con éste te ha tocado la lotería ―soltó comiéndose con los ojos a Alberto.
―Pues sí ―dijo riendo―. Por cierto, hablando de Lucas, he quedado con él el viernes.
Mario, que tras el break para observar bien a Alberto había vuelto a engullir su tarta, se quedó mirándola sin decir nada.
―Hemos quedado para hablar ―aclaró Eva al ver su expresión.
―Hombre, espero que no hayáis quedado para follar ―replicó Mario riendo.
―¡Qué burro eres!
―¿Y de qué tenéis que hablar? ―preguntó intrigado Mario.
―No tengo ni idea. No me lo ha dicho.
―¿Es la primera vez que os veis?
Eva asintió con la cabeza y a continuación le expuso todas las cosas que le pasaban por la cabeza en relación a ese encuentro. No es que Mario fuera su mejor confidente, pero confiaba en él y necesitaba urgentemente compartir sus preocupaciones con alguien que pudiera aconsejarla.
―Creo que te vendrá bien ver a Lucas ―opinó Mario tras escucharla―. Ya es hora de que cicatricéis las heridas. Que quiera hablar es buena señal. Y si te cuenta algo que te hace sentir mal… al menos te lo habrá contado él. Sería peor enterarse por terceras personas.
―No sé si estoy preparada para verlo con otra mujer ―confesó Eva avergonzándose de reconocerlo en voz alta. Era muy egoísta por su parte decir eso, teniendo en cuenta que había sido ella la que había sido infiel a Lucas y la que llevaba varios meses en una nueva relación sentimental.
―Ocurrirá antes o después ―dijo Mario tras meterse en la boca el último trozo de tarta de cerezas―. Tienes que hacerte a la idea.
―Ya lo sé. Pero, ¿te imaginas a Julio con otro hombre? ―dijo Eva refiriéndose al novio de Mario― ¿No se te haría raro?
―Julio jamás me sería infiel ―aseguró Mario con determinación―. Créeme. Es tan bueno y tan soso que no sería capaz. Y si lo dejáramos yo me echaría novio mucho antes. Él es más sibarita para los hombres.
―Esa frase no te deja en muy buen lugar a ti ―observó riendo Eva.
―¿De qué os reís? ―les interrumpió Dora trayendo una jarra con café recién hecho.
―De las agujetas que va a tener Eva de tanto trabajar cuando el negocio se llene de clientes gracias a los christmas tan chulos que les voy a hacer, Doña Dora ―respondió riendo Mario.
Dora soltó una de sus habituales risas con sonido de cerdo y les sirvió más café.
―¡A ver si es verdad, hijo! ―exclamó con tono soñador― ¡Me encantaría ver Atlántida llena de gente por Navidad! Pero oye, no me llames Doña Dora, que suena fatal y no soy tan vieja.
2
Volvió a mirar el árbol de Navidad. Había quedado genial junto al agujero de la antigua chimenea. Le hubiese encantado poder encenderla y que el ambiente fuese aún más hogareño, pero desafortunadamente hacía años que la habían tapiado.
Llevaba apenas dos semanas en su nueva casa, y Lucas opinaba que ya podía considerarlo su hogar. Aún tenía muchas cajas que vaciar y muchas cosas que colocar, pero se las había apañado para al menos tener una casa práctica donde todo estuviera a su gusto. Su hermano Salva le había ayudado con la mudanza, e incluso se había ofrecido a montar un par de muebles que él mismo había comprado en IKEA. Lo hacía, además de porque era su hermano y lo quería, porque necesitaba estar ocupado y alejado de su propia casa.
Salva, el hermano modélico de Lucas, estaba pasando por una crisis en su matrimonio, y todo lo que fuera mantenerse ocupado le venía estupendamente. Lucas tenía terminantemente prohibido contarle a su madre nada sobre este asunto; bastante disgusto había significado para Ana la ruptura de Lucas y Eva como para añadirle la crisis marital de su otro hijo.
―Ya ha tenido bastante drama por un año ―le había dicho Salva―. Pasemos tranquilos la Navidad y después ya veremos lo que pasa.
Lo que había pasado es que Salva llevaba tres días durmiendo en la habitación de invitados de Lucas. La situación en casa era tan tensa que su mujer y él habían decidido poner tierra de por medio durante unos días. Lucas deseaba que su hermano lo arreglara todo para Nochebuena, ya que era un día muy importante para su madre y no quería que a la ausencia de Eva se sumara la de Raquel, la única nuera que le quedaba y la que, según los deseos de mi madre, iba a convertirla en abuela más pronto que tarde.
Así, en el momento en el que Lucas encendió las luces del árbol de Navidad, Salva, que estaba cocinando una tortilla de patata en la cocina, se acercó para contemplar el trabajo de su hermano.
―Siempre has sido muy fan de la Navidad ―observó con cierto sarcasmo.
―¿Fan de la Navidad? ―repitió Lucas riendo― Es verdad que me gusta, pero de ahí a ser fan… Hombre, comparado con Eva, que la aborrecía, o incluso con Raquel, que tampoco es muy navideña…
―Yo tampoco soy mucho de villancicos y adornos navideños ―dijo Salva mientras se le nublaba la mirada tras escuchar nombrar a su mujer―. Lo habrás heredado de mamá ―añadió antes de volver a la cocina.
El sonido inconfundible de la llamada de Skype en su ordenador hizo que Lucas corriera al sofá.
―¡Hola, amigo! ―lo saludó Danival cuando Lucas aceptó la llamada.
Su amigo islandés se encontraba en lo que parecía el salón de la típica casa nórdica decorada de arriba abajo de Navidad. Dan se encontraba en Bakkagerði, su aldea natal, visitando a su familia durante la temporada navideña.
Después de que en el mes de febrero hubiera conocido a Lucas y se hubiera reencontrado con su amor juvenil en la India, Danival había continuado con su periplo por el sur de Asia, siempre volviendo esporádicamente a la India para estar con Ishaan. Hasta que, a principios de noviembre, satisfecho con los viajes realizados y cansado de estar distanciado de Ishaan, Dan había decidido instalarle definitivamente con él en Bombay. La relación parecía seguir funcionando incluso en la distancia, así que ambos habían decidido apostar por ella.
―¿Recuerdas cuando te hablé de él en aquel restaurante de Udaipur? ―le había preguntado Danival en su última videollamada― ¿Quién me iba a decir que en cuestión de meses iba a estar viviendo con él? ¡Para mí Ishaan era sólo un recuerdo lejano!
Lo cierto era que la historia de amor entre Danival e Ishaan era muy bonita, y Lucas se sentía muy contento y orgulloso de haber sido parte activa en su desarrollo.
Ahora la feliz pareja había dado un paso más e iban a celebrar juntos la Navidad con la familia de Dan.
―¿Le está gustando Islandia a Ishaan? ―le preguntó Lucas esa noche.
―¡Muchísimo! Está como loco ―le contó su amigo―. Aunque está flipando con el frío que hace aquí. Por no hablar de la ausencia total de luz solar.
―Me encantaría ver tu pueblo y el fiordo con mis propios ojos ―le confesó Lucas recordando las hermosas fotos que Dan le había mandado los últimos días.
―Sabes que estás más que invitado ―repuso Dan sonriendo.
―Lo sé, pero me gustaría conocer Islandia contigo de anfitrión.
Danival se quedó callado unos segundos.
―¿Y si te dijera que a lo mejor hay posibilidades reales de que puedas hacerlo? ―dijo finalmente.
Lucas levantó la ceja para mostrar su confusión.
―¿A qué te refieres? ¿Vas a venir desde la India cuando yo vaya a Islandia?
Dan jugó con el suspense.
―Puede que no haga falta ―respondió emocionado―. Porque puede que yo ya esté aquí.
Lucas abrió los ojos exageradamente.
―¿Vas a volver a vivir a Islandia?
―Nos lo estamos planteando ―contestó.
―¿Nos? ¿Ishaan se va a ir contigo?
Había subido tanto el tono de voz que Salva asomó la cabeza para ver qué era eso que estaba alterando tanto a su hermano.
―Temporalmente, sí ―especificó Dan―. Quizás él viva entre Mumbai y Bakkagerði. Unas semanas allí, otras aquí…
‹‹Vaya contraste›› pensó Lucas al imaginarse el cambio que debía suponer pasar de vivir en una macrociudad de más de ocho millones de habitantes donde en diciembre se alcanzaban con facilidad los treinta grados a una aldea que no llegaba al centenar de habitantes y que en las mismas fechas apenas superaba los cero grados.
―Si su trabajo se lo permite... ―observó Lucas, aún sorprendido.
―Ishaan está fascinado con los paisajes islandeses, y eso que no los ha visto en primavera o en verano. Cree que podría trabajar como fotógrafo también aquí. De hecho, ya tiene una idea para una campaña de ropa de abrigo. Está pensando en traerse aquí a un par de modelos amigas suyas desde Mumbai para la sesión.
Lucas estaba muy sorprendido. Se le hacía difícil imaginar que un hombre que había nacido y vivido toda su vida en Bombay pudiera mudarse a la Isla de Hielo.
‹‹Si eso no es amor que baje Shiva y lo vea››.
Danival le contó que la época navideña era tan fría y oscura en su aldea que el día a día se desarrollaba prácticamente al calor del hogar (literalmente, puesto que a diferencia de la de Lucas la casa de Danival sí tenía una chimenea en funcionamiento); los que podían trabajaban desde casa, y el resto iba de casa al trabajo y vuelta. La Navidad era el momento de estar en casa con la familia, reunirse con amigos para pasar la tarde junto al fuego o dedicarse a aficiones como la cocina, la repostería, la lectura o la música.
―La Navidad aquí es tiempo de hygge ―sentenció Dan.
―¿Qué es el hygge?
A Dan no pareció sorprenderle que su amigo español no supiera de qué le estaba hablando.
El hygge era una especie de filosofía de vida, muy arraigada en los países nórdicos, especialmente en Dinamarca, y a la que se le atribuía nada más y nada menos que el secreto de la felicidad. Danival ejemplificó el hygge con la siguiente situación: un refugio, sea una cabaña en medio de un bosque o el salón de una casa; un ambiente acogedor donde predominan la luz de las velas y el crepitar del fuego de la chimenea; vestir calcetines gordos, ropa cómoda y rodearse de cojines; olvidarse de móviles, ordenadores y cualquier aparato que nos pueda molestar; una taza de chocolate caliente o café, galletas, pasteles y otros dulces; relajarse, olvidarse del estrés y las prisas y vivir el presente; y la compañía de un buen amigo o un buen libro.
―Es el plan perfecto, ¿no te parece? ―le preguntó Danival tras la exposición.
A Lucas le parecía tan idílico que envidió que su amigo pudiera reproducir aquella escena. Curiosamente, cuando Lucas intentó visualizar algo parecido en su entorno, le vino a la cabeza la cafetería-librería donde trabajaba Eva. Aquel lugar era el lugar más hygge que Lucas conocía.
―Yo estoy intentando que mi casa luzca hygge ―dijo Lucas riendo―. Pero creo que con el caos tras la mudanza va a estar difícil.
―¡Tranquilo! ―gritó Salva desde la cocina― ¡Yo te ayudo a ponerlo todo hygge!
―¿Me estás espiando? ―le preguntó Lucas elevando la voz.
―¡Las paredes de tu nueva casa son de papel! ¡Que lo sepas!
Lucas charló un rato más con Dan antes de despedirse y le prometió visitarlo en primavera si finalmente se instalaban en Islandia.
―¡Happy hygge christmas! ―se despidió su pirata islandés.
Aquella noche no fue la última en la que Salva durmió en casa de Lucas. Dos días después el hermano menor volvía a demostrar sus dotes de chef cocinando un bacalao al pil-pil que ayudó a hacer más llevadera para Lucas la cada vez más desconcertante y preocupante presencia de Salva en su recién estrenada casa.
En esa ocasión Lucas acababa de tener una larga videollamada con Parvati, que se encontraba en Edimburgo acudiendo a unas jornadas sobre medicina holística.
―¿De qué hablas tanto tiempo con esa mujer? ―le preguntó Salva mientras les servía el bacalao. Lucas le había hablado de ella tras su viaje a la India.
―Suele preguntarme por mi estado anímico, por el estado de las diferentes parcelas de mi vida… ―comenzó explicándole Lucas.
―A ver, que yo me aclare ―lo interrumpió su hermano―. Hoy, por ejemplo, ¿de qué habéis hablado?
―De mi chakra corazón ―respondió Lucas, no sin una pizca de vergüenza.
Salva lo miró con cara de póker.
―¿En cristiano?
―Ronaldo.
―No, en serio ―se rio―. ¿Qué pasa con tu chakra corazón?
―Que no está demasiado equilibrado ―le explicó Lucas―. Según Parvati, porque no he cerrado del todo el capítulo de mi vida que compartí con Eva.
Salva frunció el ceño y asintió.
―¿En cristiano?
―Que tengo algo pendiente con Eva. Y mientras no lo solucione, mi chakra corazón no estará en buenas condiciones.
―En eso voy a darle la razón a Aramis ―dijo Salva tras engullir un trozo de bacalao―. No has tenido ningún contacto con ella en meses. Creo que te vendría bien verla y normalizar vuestra nueva situación.
―¿Ah sí? ¿Por qué? ¿Crees que no lo he superado?
―Para superarlo del todo deberías ser capaz de ir a Santander sin miedo a cruzártela por la calle ―opinó Salva mirándole con cierta conmiseración―. Y no es así, ¿a que no?
Lucas tuvo que reconocerse primero y reconocerle a su hermano después que, efectivamente, evitaba pasar por la calle Campanarios por temor a ver a Eva. Desde luego, esa no era muestra de que hubiera superado nada.
―Voy a quedar con ella ―pensó en voz alta en un arranque de valentía.
―¿Con Eva? ―preguntó sorprendido Salva.
―¡Claro! Para variar, Parvati tiene razón. Y tú también, brother. Tengo que sanar mi chakra corazón.
―¡Amén! ―dijo Salva levantando su copa de vino para brindar― Por tu chakra corazón, tu chakra mente y tu chakra rabo.
Lucas se rio antes de brindar y beber de su copa. En efecto, iba a acabar ese año tan especial culminando un proceso de cambio que había dado comienzo casi doce meses atrás, cuando cogió una mochila y se marchó a la India dejando atrás una vida que no volvería a ser la misma a su regreso. Y lo pensaba hacer lo antes posible.
A la mañana siguiente le envió a Eva un mensaje que tardó una eternidad en escribir.
¡Hola! ¿Qué tal estás? Oye, ¿vas a andar por Campanarios este fin de semana? Me gustaría invitarte a un café y ponernos al día. Puedo ir a Atlántida si te resulta más cómodo, pero quizás prefieras ir a otro sitio. Dime qué te parece, ¿vale? Un abrazo.
Se arrepintió en cuanto lo envió, pero ya era demasiado tarde, puesto que Eva lo leyó al momento. No obstante, ella también se tomó su tiempo para contestar y, cuando lo hizo para proponerle verse el viernes en el Kelly’s, le dejó una misteriosa frase que hizo que Lucas se temiera lo peor.
¡Hola! Me alegra que me hayas escrito. Creo que hay cosas que tenemos que hablar.
3
Eva observó el diminuto pueblo de Navidad que Alberto había instalado en el salón, justo en el espacio que antes ocupaba el acuario de Lucas. Algo del entusiasmo de sus tías por las fiestas navideñas debía haber heredado Alberto, puesto que había decorado con empeño la estancia principal de la casa.
Su novio entró en la estancia recién salido de la ducha, con la toalla atada a la cintura y el torso desnudo. Estaba para comérselo, la verdad. Eva se hubiera lanzado a quitarle la toalla si no fuera porque tenía algo importante que decirle.
―Cariño, tengo que contarte una cosa ―comenzó diciendo mientras él se acercaba y le besaba el cuello―. Espera…
Alberto hizo caso omiso y sin dejar de besarla se quitó la toalla quedándose completamente desnudo. Eva miró de reojo su miembro y deseó agarrarlo y metérselo en la boca, pero reprimió ese instinto para centrarse en lo que pretendía contarle.
―Alberto, quiero contarte una cosa, ¿te puedes esperar un momento?
Pero Alberto no parecía estar dispuesto a esperar nada. Le había desabrochado la blusa y se acababa de llevar un pecho a la boca. Eva gimió cuando Alberto paseó su lengua por el pezón como sólo él sabía hacer. No iba a ponérselo fácil.
―Mañana he quedado con Lucas en el Kelly’s.
Alberto levantó la mirada con sorpresa pero, inesperadamente, continuó chupando su pecho. Siguió haciéndolo sin dejar de mirarla, como si esperara que continuara dando más detalles. Así lo hizo Eva.
―Me escribió un mensaje el otro día. Dice que quiere ponerse al día. No me ha dado más explicaciones . Yo creo que va a contarme algo.
―Mmmmm ―respondió Alberto a modo de afirmación sin soltar el pezón de Eva.
En ese momento Eva descubrió dos cosas: la primera, que a su actual novio no parecía preocuparle demasiado que fuera a encontrarse con su ex en una cervecería; y la segunda, que aún en las situaciones más tensas el sexo con Alberto conseguía evadirla de todo. Se dejó pues llevar por la tremenda excitación que sentía y se agachó para tomar su ya no tan nueva droga favorita: el pene de Alberto.
Jugó con él hasta que sintió la terrible necesidad de que aquel hombre, el que ahora era su novio y pareja sexual, la tomara en brazos y la penetrara de todas las formas posibles. En cuestión de segundos se encontraban haciéndolo en el sofá.
Tras una sesión de sexo tan brutal como siempre la pareja se preparó para cenar, y fue al sentarse a la mesa cuando Alberto volvió al tema de Lucas.
―¿Te pone nerviosa ver a Lucas?
―¿A ti no? ―le salió del alma a Eva.
―¿A mí? ¿Yo también tengo que ir, o qué? ―bromeó Alberto antes de beber de su copa de vino.
―Me refería a si no te pone nervioso que quede con él ―aclaró Eva.
―¿Por qué debería? ―preguntó él levantando la ceja― ¿Piensas acostarte con él?
Eva sonrió al recordar que Mario le había hecho un comentario similar.
―Vale. Pillo el sarcasmo. Estoy exagerando, ¿no?
Alberto dejó los cubiertos y alargó el brazo para cogerle la mano.
―Eva, cariño, a no ser que Lucas vaya a pedirte dinero, o que quiera convencerte para que vuelvas con él, yo no veo motivo para que nos preocupemos, ni tú, ni yo.
Tenía razón. De nada servía preocuparse. Puede que Lucas sólo quisiera, tal y como decía en su mensaje, ponerse al día. Por otro lado, una parte de ella también tenía ganas de saber qué tal estaba Lucas, de conocer sus novedades y de normalizar su relación. Había querido mucho a Lucas, siempre se portó bien con ella, y su relación había terminado en buenos términos. No había razón para que no pudieran ser amigos.
―Hablando de Lucas, hay otra cosa que quería comentarte ―anunció de pronto Alberto. Eva se puso tensa―. Antes solías pasar la Nochebuena y la Navidad con él y su familia, y a tu madre no parecía importarle. Ya sé que ha sido ella la que te ha invitado a Torrelavega pero, ¿no crees que entendería que este año la pasaras con tu nuevo novio?
Ya lo habían hablado muchas veces, pero Alberto parecía empecinado en que Eva no fuera a casa de su madre.
―Quiere que pase esos días con ella ―le volvió a explicar Eva―. O al menos quiere hacer ver que quiere asegurarse de que no pase sola las Navidades.
―Pues se me ha ocurrido una idea ―dijo Alberto sonriendo―. Puede que matemos dos pájaros de un tiro. ¿Y si invitamos a tu madre y a Félix a que pasen la Nochebuena y la Navidad con nosotros en Atlántida? ―Eva se disponía a decir algo pero Alberto levantó la mano para pedirle que le dejara continuar― Si aceptan, mis tías y yo estaremos felices porque estés con nosotros, y a ellos los acogeremos gustosamente. Y si rechazan la invitación…
―Que es lo más probable…
―… tu madre no sentirá que te deja sola, ni se atreverá a pedirte que tú también la rechaces.
Eva no estaba tan convencida de que eso fuera a ocurrir así, pero tampoco le parecía una idea tan descabellada. Sin duda alguna aquella jugada dejaría la pelota en el tejado de su madre.
―¿Y si de repente dicen que sí? ―planteó Eva, preocupada― ¿Qué les diremos a tus tías?
―Que pongan dos platos más en la mesa ―bromeó Alberto.
―Hablo en serio. ¿No les importará?
Alberto dejó el tenedor en la mesa y la miró con severidad.
―Eva, en los últimos días he escuchado cómo mis tías invitaban a pasar la Nochebuena con nosotros a Tomás, a Azucena, a Manuela, al repartidor de Amazon…
Eva soltó una carcajada. Era cierto. Ella misma había sido testigo de cómo Dora les preguntaba a Concha y a Joaquina si por un casual iban a pasar la Nochebuena solas.
―De acuerdo. Invitaremos a mi madre y a Félix.
Aparcaron el tema y Alberto le contó que esa tarde había estado en la inmobiliaria y que le habían dado buenas noticias. La preciosa casa victoriana de su madre Violeta, ahora de su propiedad, llevaba tres meses con el cartel de Se alquila en su fachada, y de momento nadie había dado el paso. Con las dimensiones y la localización de la casa la cifra del alquiler era muy elevada, y por lo tanto poca gente podía permitírselo. Sin embargo, en la inmobiliaria le habían dicho que una familia estaba muy interesada y que incluso estaban dispuestos a pagar de inmediato los tres meses de fianza que pedían.
―¿Sabes lo que eso significa, verdad? ―le preguntó Alberto levantando su copa.
Significaba que Alberto recibiría cada mes una cantidad de dinero muy superior a la suma de los dos sueldos que ganaba como profesor de baile y de aerobic. Significaba que con el dinero del alquiler de la casa de su madre ambos podrían vivir tranquilamente en el piso de la calle Campanarios, incluso aunque Eva no trajera sueldo alguna a casa. Significaba, en definitiva, que Alberto reduciría considerablemente sus horas de trabajo y que aun así Eva y él podrían llevar una vida mejor.
Brindaron por ello, y Eva se tuvo que recordar que no había nada de malo en que ella también disfrutara de ese desahogo económico. Llevaba años luchando por su independencia económica, y había sufrido mucho al depender en distintos momentos de los ingresos de Lucas. Al romper con él se había jurado no volver a hacerlo, y durante los primeros meses tuvo que pelear por pagar ella sola el alquiler de su casa, pese a las constantes propuestas de Alberto de que se mudara a la suya. Finalmente, cuando dieron el paso de vivir juntos, ambos vieron claro que estarían mejor en el piso de la calle Campanarios, cerca de Atlántida y de Dora y Ágata. Además, la casa de Alberto era demasiado para ellos, y viviendo allí jamás podrían pagar los gastos de manera equitativa. Ahora Alberto y ella pagaban a medias los gastos de la casa, Eva sentía por primera vez en mucho tiempo que se bastaba por sí misma para salir adelante, y por eso temía que la diferencia de ingresos que iban a tener a partir de ahora pudiera afectarla. Pero aquella era una muy buena noticia, y no tenía por qué cambiar nada.
El día siguiente Eva lo pasó muy nerviosa, pese a que la jornada transcurrió como siempre: Ágata y ella abrieron Atlántida a las ocho, y mientras la primera horneaba las primeras tartas del día la segunda servía cafés para los clientes más madrugadores; a las nueve y media apareció Tomás y se sentó con su café y su libro de botánica en su sillón preferido; a las diez Dora llegó con bolsas de la compra y se unió a sus compañeras en las tareas de la cafeletrería; a las once, la hora más crítica, llegaron Concha y Joaquina, las dos adorables señoras que gracias a Mario se habían convertido en fieles clientas de Atlántida y de su repostería; a esa hora también vino Azucena para tomarse allí el café de su media hora de descanso en la notaría; poco antes de mediodía las visitó Manuela, la amiga especial de Dora, que se sentó sin permiso junto a Tomás y le dio conversación hasta que el anciano anunció con tacto que quería continuar con su lectura; y a la una Ágata se marchó a casa dejando a su hermana y a Eva a cargo de todo.
Cuando Ágata volvió por la tarde para relevar a Eva, supo ver en seguida que algo le ocurría.
―¿Ha pasado algo?
A Eva no le parecía que Ágata fuera la persona más adecuada para hablarle del tema, pero teniendo en cuenta que había quedado con Lucas en el Kelly’s, a escasos metros de allí, y que por lo tanto había posibilidades de que la vieran con él, deliberó que era mejor contar la verdad.
―No estés nerviosa ―le aconsejó Ágata para su sorpresa―. Al fin y al cabo, fue tu novio durante tres años, ¿no? No es ningún extraño.
Ágata tenía razón, y ese era un motivo racional y lógico para no ponerse nerviosa ante su inminente encuentro con Lucas; pero era, al mismo tiempo, un motivo irracional y emocional para hacerlo, puesto que, ¿quién podía prever cómo iba a sentirse Eva al volver a ver a Lucas? ¿Y si…?
―Venga, va. Cámbiate y ve ―la apremió Ágata con una sonrisa maternal―. No le tengas esperando.
Eva salió de Atlántida con la pregunta que no se había atrevido a formular en su cabeza flotando entre sus pensamientos más ocultos: ¿Y si descubría que aún sentía algo por él?
4
Lucas estaba sentado en la mesa más discreta del Kelly’s, la más alejada de la puerta y por ende la más difícil de ver desde el exterior. No tenían nada que esconder, pero prefería evitar miradas indiscretas.
Estaba preparado para volver a ver a Eva, estaba incluso ilusionado por hacerlo, pero no podía evitar sentirse ligeramente tenso.
La víspera había realizado una videollamada con Parvati para que su amiga india lo ayudara a calmarse y a enfrentarse apropiadamente al reto que tenía por delante.
―Recuerda lo importante que es expresar tu verdad y a su vez saber escuchar ―le había aconsejado Parvati, haciendo referencia a lo que ella le había enseñado sobre Vishuddha, el chakra de la garganta.
―Creo que estoy más preparado para hablar con ella que cuando regresé de la India ―había asegurado él.
Parvati le había ayudado a ordenar sus ideas, a canalizar debidamente sus emociones y a dejar que fluyera la energía. Su mentora continuaba en Edimburgo, pero al día siguiente se marchaba a Londres para hacer una visita a Charles, su amante londinense.
―Va a llevarme a una fiesta navideña de alto standing ―le había explicado Parvati―. Yo le he dicho que soy hinduista y que la Navidad no me dice nada, que lo que yo realmente quiero es acostarme con él y que me invite a cenar, en el orden que prefiera, pero él insiste en lo de la fiesta navideña.
Antes de despedirse Parvati había vuelto a invitar a Lucas a que volviera a la India.
―No hace ni un año que estuve allí ―había apuntado Lucas riendo―. Tú en cambio aún no has venido a Santander. Hay vuelos directos desde Londres, así que no tienes excusas.
―Cierto. Ni la tengo ni voy a intentar buscarla ―se había reído ella―. El día menos pensado me presento allí. Tú mientras tanto vete pensando en tu próximo viaje a la India.
Lucas no dejaba de pensar en ello. Le apetecía mucho, sobre todo porque no había podido visitar todos los lugares que le apetecía conocer: el Punjab, Kerala, Tamil Nadu, ciudades como Chennai o Calcuta, la zona del Himalaya, Cachemira… había tanto por conocer que iba a necesitar otro par de meses sabáticos para volver a la India. Sin embargo, en ese momento no sentía que fuera el momento de hacer ese viaje, como si su energía índigo le estuviera indicando que debía esperar.
Lo que en ese momento preciso ocupaba sus pensamientos era Eva, que justo entonces entraba por la puerta del Kelly’s con un abrigo verde oscuro que el propio Lucas le había regalado las navidades anteriores. ¿Se lo habría puesto a propósito?
Sonrió nerviosa al localizarlo en la mesa del fondo y se acercó con determinación. Tenía buen aspecto. ¿Ella también pensaría lo mismo de él?
―Lucas…
Se abrazaron brevemente. Fue un abrazo sincero, cargado de afecto. Eva fue a pedir a la barra y poco después se sentó frente a él con dos cervezas.
―Te veo muy guapo ―le dijo ella con una sonrisa cálida. Parecía que los nervios la habían abandonado.
Lucas le devolvió el piropo y le preguntó por su trabajo en Atlántida.
―Estoy muy contenta ―le contó Eva. Y lo parecía―. No me pagan mucho, pero comparto los gastos de la casa, y la verdad es que me paso el día en Atlántida, si no es trabajando es escribiendo, así que en casa no gasto mucho en luz o comida.
―Hablando de escribir, ¿qué tal va tu novela?
A Lucas no se le había pasado el detalle de evitar nombrar a Alberto directamente, aunque había dejado claro que compartía gastos con él, luego vivían juntos.
―Va bien. Acabo de terminar de reescribir el primer borrador. Creo en un par de meses estará acabado.
―¿Y después? ¿Te gustaría publicarlo?
―Después le pediré a Mario que me diseñe una portada chula ―le explicó ella―. Y una vez lo tenga todo a punto, intentaré que alguna editorial la publique. Pero ya sabes cómo es este mundo. Tengo bastante asumido que tendré que autopublicarlo.
―Hoy en día es fácil ―la animó Lucas―. Gracias a internet puedes hacerlo todo tú solito. Yo mismo he creado mi propio blog.
―¡Lo sé! Lara suele leer tus críticas, y sigue tus recomendaciones.
―¿Tú no?
Lucas se arrepintió nada más soltarlo, pero se sorprendió ante la reacción tan natural de su ex novia.
―No me hace bien, Lucas. Todavía está todo muy reciente ―le dijo ella sin perder la sonrisa. Lucas vio sin embargo algo de tristeza en sus ojos.
―Claro, lo entiendo. Yo también… ―tragó saliva antes de continuar― Evito pasar por aquí, la verdad. Es entrar en este callejón y… bueno, me vienen demasiados recuerdos.
Se quedaron en silencio. Los dos bebieron de sus jarras de cerveza, casi sincronizados. Lucas intentó resolver cómo continuar con la conversación.
―He decidido ir a terapia ―soltó sin más dilación.
Eva abrió los ojos sorprendida.
―No te preocupes, estoy bien ―se apresuró a aclarar ante su reacción―. No quiero que pienses que lo hago porque no pueda superar lo nuestro, ni nada parecido. Lo he superado, me gusta mi vida y no me arrepiento de nuestra decisión ―se arrepintió de haber añadido esa última frase, pero continuó con las explicaciones―. Lo que pasa es que siento que estoy en un momento de vida de gran incertidumbre. Tengo mi blog, mi nueva casa, y he reconectado con amigos de Comillas que tenía olvidados. Pero en la India me di cuenta de que jamás había hecho un trabajo de introspección, nunca me había parado a pensar en lo que quería en la vida, o en qué funcionaba bien y qué mal. Y me vino muy bien hacerlo, entre otras cosas, para entender que tú y yo no debíamos estar juntos. Por eso ahora quiero hacerlo de una manera más completa, con la ayuda de un profesional.
―Pensaba que esa mujer india era una profesional ―observó Eva.
Lucas soltó una carcajada.
―Lo es, pero sus métodos son bastante alternativos. Quiero probar la psicología moderna.
―Me parece genial, Lucas ―dijo Eva sonriendo―. Creo que todos deberíamos hacer terapia de vez en cuando.
―Amén ―respondió Lucas levantando su jarra y dando otro trago―. Te cuento todo esto porque… bueno, por alguna razón quería compartirlo contigo. No tiene nada que ver contigo o con nuestra ruptura, pero de alguna manera sentía que dar el paso de ir a terapia debía ir de la mano de este encuentro. Necesitaba normalizar nuestra relación para cerrar del todo este capítulo y poner toda mi energía en el siguiente.
Eva lo miraba con algo parecido a la admiración, o eso le parecía a Lucas.
―Todavía no has empezado la terapia y ya suenas como alguien totalmente nuevo, Lucas. Estoy flipando con tu madurez.
―¿Antes no te parecía maduro, o qué? ―replicó Lucas fingiendo molestarse y añadiendo un poco de humor distendido a la conversación.
―Por supuesto, aunque tuvieras un acuario lleno de peces con personalidad ficticia.
Ambos se rieron ante aquel comentario.
―Te gustará saber que desde que me llevé el acuario a Comillas han muerto tres peces, Freddy, Chiquito y Hitler. Éste último era uno de los intrusos que tú intentaste colarme mientras estaba en la India ―volvieron a reírse―. Creo que mis peces eran más felices en la calle Campanarios, pero como tú no quieres saber nada de ellos…
Continuaron charlando un rato más, ya más relajados. Recordaron viejos tiempos como lo harían dos buenos amigos, y se rieron mucho más que en cualquiera de los momentos que habían compartido en las últimas semanas de relación.
El punto álgido de la velada tuvo lugar cuando, tras la segunda jarra de cerveza, Eva tomó inesperadamente la mano de Lucas y dijo:
―Lucas, Campanarios siempre será tu casa. Y en mí siempre tendrás una amiga.
Lucas se conmovió muchísimo, y casi estuvo a punto de echarse a llorar.
―Tuvimos una relación bonita, ¿verdad?
Eva asintió sonriendo. Sus ojos se habían humedecido.
―Muy bonita. Sobre todo al principio.
―Sí. Cuando te enrollaste con Alberto ya no era tan bonita.
¡Bum! Lo había echado sin pensar, pero esta vez no se arrepintió. Sabía que Eva no se ofendería, y él se ocupó de que así fuera guiñándole un ojo y apretando su mano.
―Tienes razón ―respondió ella sin perder la sonrisa―. Entonces te parecía más bonito viajar por países exóticos.
Se rieron hasta que les dolió la tripa. Sacar toda la mierda resultó ser casi tan terapéutico como acudir a un profesional.
Sin embargo, una de las carcajadas de Lucas se vio truncada al ver acercarse a la mesa al guapo tiarrón que ahora ocupaba su lugar en la vida y en la cama de Eva.
―Eva ―la llamó Alberto algo apurado―. Siento interrumpiros.
Su ex novia miró a su nuevo novio algo confundida.
―Alberto, ¿qué pasa?
Lucas vio que Alberto estaba realmente apurado.
―Lo siento, de verdad, pero me he dejado las llaves en casa y no puedo subir.
Eva seguía mirándolo con cierta confusión. Lucas la conocía demasiado bien como para saber que estaba borracha. Finalmente reaccionó y buscó sus llaves en el bolso.
―No quería molestaros, perdón ―retomó Alberto nervioso mientras Eva buscaba con torpeza entre las cosas de su bolso―. Llevo una hora esperando en Atlántida, pero como no volvías, y mis tías ya iban a cerrar…
―Podías haber venido antes ―lo regañó con dulzura Eva―. No pasa nada.
En el momento en el que Eva extraía las llaves del bolso Lucas tuvo una corazonada y no se pudo contener.
―¿Por qué no te tomas una con nosotros?
Escucharse decir eso fue como escuchárselo decir a otro. Como cuando se te duerme la mano y al tocarla te parece una mano ajena.
Eva lo miró consternada, y Alberto no pudo disimular su sorpresa. Se quedó bloqueado, en blanco. Echó una mirada rápida a Eva y al no obtener feedback de su novia se vio forzado a improvisar.
―Bueno, yo, no quiero… estabais hablando de vuestras cosas, ¿no?
―Estábamos comentando lo raro que es Rufino, el vecino del tercero ―le explicó Lucas sonriendo―. Supongo que tú también lo conoces.
―¿El del bigote retorcido? ―preguntó Alberto sonriendo.
Lucas soltó una risita.
―El mismo.
Y fue así como, sin excusa ninguna para no quedarse, Alberto se sentó con ellos ante la mirada incrédula de su novia y la expresión curiosa de Lucas.
5
Si existía algo parecido al espíritu navideño, debía ser aquello. A Eva la embargaba un sentimiento de alegría y de paz que hacía mucho que no sentía.
Ágata y Dora estaban preparando la mesa para la cena de Navidad; la habían colocado en el Rincón del Café, con un mantel rojo y unas servilletas a juego muy elegantes. Había seis platos en la mesa: contra todo pronóstico la madre de Eva y su novio Félix iban a cenar en Atlántida con ellos.
Alberto los había llamado personalmente para invitarlos, queriendo evitarle a Eva el engorro de hacerlo. Además, Alberto había pretendido ganar puntos con su suegra, ya que sospechaba (y Eva sabía que no andaba desencaminado) que aún estaba apenada por la desaparición de Lucas de la vida de su hija y que no estaba demasiado entusiasmada con que hubiera comenzado una relación con otro hombre tan rápido.
El asunto es que la madre de Eva había aceptado la invitación añadiendo que Félix prepararía cocochas y que ella llevaría varias botellas de cava.
Ágata y Dora se habían mostrado reacias a que los invitados trajeran comida o bebida, ya que ellas llevaban semanas preparando el menú de Nochebuena y Navidad. Sin embargo, su incansable espíritu navideño las había llevado a aceptar cualquier ofrenda que hicieran los invitados.
Afuera hacía frío pero no llovía. Había anochecido y la calle Campanarios estaba llena de gente que charlaba y bebía en los exteriores del bar Lucio y del pub Kelly’s. La plazoleta estaba abarrotada, el ambiente era festivo, pero el interior de Atlántida estaba mucho más relajado. Sonaban versiones en piano de villancicos por los altavoces del local, y en uno de los pocos sofás que las hermanas Gras habían mantenido en el Rincón del Café Tomás, Azucena, Joaquina y Concha charlaban animadamente de esto y de aquello. Mario, su novio Julio y su amiga Almudena ocupaban otra de las mesas, y Lara, una de las mejores amigas de Eva, estaba teniendo algo así como una cita con un chico bastante cañón que Mario y Julio contemplaban sin disimulo.
Alberto estaba en la cocina preparando los entremeses para la cena, y Eva atendía a los clientes para que Ágata y Dora hicieran los preparativos para la cena.
―Eva, ¿tú sabes las últimas noticias sobre el misterio del bonsái? ―le preguntó Azucena cuando Eva pasó a recoger las tazas de café vacías.
Negó con la cabeza y espero que Tomás se pronunciara.
Habían pasado varios meses desde que el anciano les contara la bizarra historia del robo de un bonsái de una familia madrileña años atrás. Gracias al interés de Eva por resolver el misterio Tomás había contactado con aquella familia y finalmente habían resuelto el misterio: la persona que había robado el bonsái pensaba encontrar allí escondida la llave del baúl de la abuela de la familia, que antes de morir en la residencia había pregonado que en aquel baúl escondía un tesoro de incalculable valor. El tesoro había terminado siendo la receta familiar del queso de Cabrales, aunque el ladrón no había logrado hacerse con él. El misterio del robo del bonsái había quedado resuelto, sí, pero jamás supieron quién había llevado a cabo aquel plan. Hasta ahora.
―Ramón me llamó ayer y me contó que habían descubierto a la ladrona ―anunció Tomás.
―¿Ladrona? ―repitió Eva, sorprendida.
―Era una auxiliar de geriatría que trabajó en la residencia de ancianos durante el tiempo que pasó allí la madre de Ramón ―le contó Tomás con evidente regocijo―. Al parecer, había sido despedida cuando descubrieron que se llevaba toallas, mascarillas, jabones y algunas otras cosas de poco valor. Recientemente una de sus ex compañeras de trabajo se encontró con uno de sus hijos, y éste le contó que su madre había muerto, y que siempre se avergonzó de haber sido despedida de la residencia. Decía que era muy feliz trabajando allí, pero sentía una necesidad enfermiza de robar, algo totalmente incontrolable para ella. Su madre también le había confesado un episodio terrible que había llevado a cabo años atrás. Le contó con pelos y señales cómo había conocido a una anciana de la residencia que le habló de un baúl, de una llave y del bonsái donde la escondía. Su madre había luchado contra sus propios demonios para no caer en aquel juego, pero había terminado sucumbiendo y se había aventurado en una operación delictiva que la llevó a cometer dos allanamientos de morada y a viajar hasta un pueblo abandonado de la mano de Dios para acabar volviendo con las manos vacías.
―Debió de ser horrible para su hijo escuchar a su madre confesar algo así ―reflexionó Eva al escuchar el relato―. Bueno, al menos ahora sabemos que toda esta historia es el resultado de la mezcla entre la locura de la vieja y la enfermedad de la auxiliar.
―Pues sí, lo has resumido perfectamente ―convino Tomás sonriendo―. Pero fue muy divertido conjeturar e investigar el asunto, ¿verdad, muchacha?
Eva asintió riendo. Efectivamente, aquella historia del bonsái formaba parte de una de las épocas más bonitas e intensas de su vida. Había disfrutado muchísimo entregándose junto a Tomás a ese misterio, y le había abierto una de las muchas puertas que se le abrirían ese invierno tan lluvioso.
―Ya ni las residencias de ancianos son lugares seguros para los viejetes ―intervino Concha con expresión ofendida―. Me acabáis de dar la excusa perfecta para negarme si mi familia decide meterme en una.
Todos se rieron y Eva los dejó charlando mientras volvía a la cocina para ver cómo le iba a su novio en la cocina.
Un villancico cantado por Frank Sinatra sonaba a todo volumen en la cocina mientras Alberto terminaba de emplatar el jamón y Dora echaba sal sobre los langostinos. Al verla entrar Alberto se acercó a ella y la atrajo hacia sí para plantarle un beso.
―Nuestras primeras navidades juntos ―le susurró para que la voz de Sinatra evitara que su tía lo escuchara―. ¿Estás nerviosa?
―¿Por qué iba a estar nerviosa? ―replicó ella.
Pero lo estaba, ya que aquella Nochebuena iba a ser muy distinta a las anteriores.
Su madre y Félix llegaron justo cuando las hermanas Gras echaban a todos los clientes con intención de cerrar Atlántida. Tras las presentaciones de rigor Dora hizo que los recién llegados se sentaran en el sofá junto a Alberto y les sirvieron una copa de vino y poco de jamón a modo de aperitivo. Así, Alberto pudo charlar con ellos (era la segunda vez que los veía) y encandilarlos con su irresistible encanto natural.
Durante la cena Dora también encandiló a Félix, con quien hizo muy buenas migas y con quien compartió una botella de vino blanco que terminaron vaciando. Eva disfrutó hablando con su madre como hacía tiempo que no hacía, y tener a Alberto a su lado y a las hermanas Gras aportando su particular sentido del humor hizo que se sintiera muy a gusto y que olvidara lo poco que le gustaba la Navidad.
La cena fue estupendamente hasta que su madre sacó a colación un tema que a nadie le interesaba.
―¿Sabes algo de Lucas? Me han dicho que su hermano se ha separado.
Eva se quedó helada. Lucas le había contado lo de su hermano Salva, pero no esperaba que llegara a oídos de su madre tan rápido.
―¿Quién te ha dicho eso, mamá? ―preguntó irritada.
―¿Qué más te da? ¿Sabes algo o no? ―repuso su madre chupando la cabeza de un langostino.
Eva se contuvo para no empezar a discutir con su madre delante de Alberto y de sus tías.
―Algo he oído, pero no creo que sea de nuestra incumbencia.
Su madre chasqueó la lengua y la atravesó con la mirada.
―Hija, era por comentar algo, nada más ―se defendió.
―¿Mantienes relación con Lucas? ―le preguntó Félix para terminar de crisparla.
Dora y Ágata la miraron descaradamente, esperando una respuesta que ellas ya conocían. Alberto comía en silencio sin levantar la mirada del plato.
―No mucho ―dijo al fin Eva, intentando parecer calmada―. Pero hace poco estuve con él. Lo vi muy bien.
Era cierto. Estar con él había sido una sorpresa de lo más agradable.
Todos permanecieron callados, como esperando a que Eva diera más detalles. Así que decidió que cuanto antes naturalizaran todos aquel asunto, mejor.
―Alberto también estuvo con él, ¿verdad cariño? ―lanzó mirando a su novio.
Éste reaccionó como supo y asintió con una sonrisa. Sus tías lo miraron con los ojos abiertos.
A Eva aún le costaba creerse que Lucas, Alberto y ella hubieran compartido una cerveza en el Kelly’s y se lo hubieran pasado tan bien. Lucas había sido muy agradable con Alberto, y éste por supuesto había respondido de la misma manera. Ambos habían conversado de manera muy distendida, incluso se habían reído juntos. Eva había estado bastante tensa durante todo el encuentro, pero finalmente tuvo que admitir que los dos hombres que más había amado en su vida congeniaban estupendamente y que no había razón para sentirse nerviosa o temer nada. Los tres se lo habían pasado bien juntos, y eso era mucho más de lo que Eva podía pedir.
―Me pareció muy buen tío, la verdad ―comentó Alberto dirigiéndose a su suegra y a Félix.
―Lo es ―dijo tajante la madre de Eva.
Su hija le lanzó una mirada cargada de reproche que no pasó desapercibida para nadie.
―¿Cómo no va a ser buen tío si Eva estuvo con él tanto tiempo? ―los socorrió Dora rebajando de golpe la tensión.
Eva respiró hondó y se obligó a sonreír.
―Ahora los dos somos más felices ―sentenció para zanjar el tema.
Su madre y Félix sonrieron y el segundo agarró su copa de vino.
―Brindemos por Lucas ―dijo con la mayor de las naturalidades.
Ágata corrió a imitarle, no fuera que algún otro silencio incómodo se adueñara de la cena.
―¡Por Lucas!
Por suerte, nadie titubeó a la hora de coger su copa.
―¡Por Lucas! ―repitieron todos.
Si una semana antes alguien le hubiera dicho que en la cena de Nochebuena vería a su madre y a Alberto brindando juntos por Lucas Eva se hubiese echado a reír.
Ocurrió entonces algo que Eva sólo pudo catalogar como “guiño del destino”. Mientras tragaba el cava con el que había brindado por Lucas notó la vibración de su móvil, y por alguna razón que no entendía supo de quién se trataba.
Feliz Navidad, princesa. Te deseo todo lo mejor.
Y Eva sabía que Lucas lo decía de verdad. Ella también le deseaba todo lo mejor a él. Y la misma energía que había sincronizado aquel brindis con el mensaje de Lucas hizo que Eva supiera con absoluta certeza que la vida les deparaba a ambos muchas cosas buenas, algunas de las cuales compartirían de una u otra manera.
Había drogas que era difícil dejar.