La Lluvia Índigo
La literatura de viajes, la novela romántica y la autoayuda se mezclan en esta historia llena de personajes, lugares y situaciones con mucha magia.
La lluvia índigo es la primera novela de J. I. Zebra y de la Cafeletrería, un proyecto personal que ha visto la luz gracias a Amazon KDP y para el que es vital el apoyo de sus lectores.
Aquí encontrarás una pequeña sinopsis de la historia y los dos primeros capítulos de la novela totalmente gratis.
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Sinopsis de la novela
Lucas y Eva van a estar seis semanas separados: él se marcha solo a recorrer la India mientras que ella se queda en su casa de la calle Campanarios intentando escribir una novela. En ese periodo de tiempo la vida de ambos cambiará para siempre.
Durante su recorrido por la India Lucas conocerá lugares y personajes increíbles, pero gracias a la ayuda de una mujer india llamada Parvati realizará también un viaje interior mediante una terapia basada en el análisis del estado de sus chakras. A pesar de su escepticismo, Lucas descubrirá una nueva forma de ver y de vivir la vida gracias al trabajo realizado con Parvati y a sus aventuras por el subcontinente indio.
Eva, a su vez, se enfrentará a la ausencia de Lucas y al lluvioso invierno cántabro refugiándose en Atlántida, la nueva cafetería-librería que acaban de abrir debajo de su casa y que regentan las adorables hermanas Gras. Allí encontrará un ambiente ideal para leer y escribir, además de buen café, deliciosas tartas y la compañía de personas maravillosas. Sin embargo, el apasionado romance que iniciará con Alberto, el irresistible sobrino de las hermanas Gras, le hará plantearse si su vida con Lucas la hace realmente feliz.
Adelanto exclusivo
Disfruta de los dos primeros capítulos de la novela
1
El día que Lucas se marchó a la India comenzó la lluvia.
Hacía semanas que no llovía, y los expertos salían constantemente en los medios de comunicación alertando de los problemas que podría ocasionar la sequía. Los agricultores hablaban del “otoño más seco de los últimos cien años”. Toda una tragedia. Por eso, aquel once de enero fue un gran día para millones de personas. Sin embargo, no lo fue para Eva.
La marcha de Lucas había sido un golpe más duro de lo esperado. Ella se había mostrado muy comprensiva e incluso lo había animado para que se fuera. Viajar a la India había sido durante mucho tiempo el sueño de su novio, y Eva pensaba que su deber era empujarlo a cumplir ese sueño. Pero ahora que Lucas se había marchado y que no volvería a verlo hasta que regresara seis semanas más tarde, Eva había entrado en un estado de angustia que no acertaba a ahuyentar. Además, la lluvia había aparecido para teñir de gris los últimos minutos de aquella tarde invernal.
Si bien no llovía en el interior del salón de su casa, a Eva la parecía que allí había demasiada agua. Concretamente, los doscientos cincuenta litros que llenaban el enorme acuario de Lucas. Allí nadaban plácidamente nueve peces, diferentes en tamaño, color y forma. Su novio le había confiado la responsabilidad de cuidar de ellos, de alimentarlos, y a poder ser de mantenerlos con vida. Convertidos en su colección más preciada, Lucas había mostrado mucha más pena por separarse de esos peces de lo que a Eva le hubiera gustado.
―Si pudiera, me los llevaría conmigo a la India ―había llegado a decir Lucas para espanto de Eva―. Pero mira el lado positivo: te harán compañía mientras yo no esté ―había añadido después para terminar de arreglarlo.
No es que Eva tuviera nada en contra de los peces, pero le parecía injusto que ella tuviera que hacerse cargo de aquellas criaturitas que poco o nada le aportaban. Había accedido sin rechistar a que Lucas adquiriera e instalara aquel espacioso acuario en el salón de su casa, a que gastara tiempo y dinero en su mantenimiento y a que cada dos por tres apareciera en casa con un nuevo inquilino acuático. Eva no llegaba a comprender la fascinación que Lucas sentía por aquellos peces, pero lo respetaba siempre y cuando él se hiciera cargo de las responsabilidades que conllevaban. Ahora en cambio era ella la que debía cargar con esas responsabilidades. Le gustara o no, la vida de nueve peces estaba en sus manos.
«Más os vale no moriros hasta que vuelva vuestro dueño» les amenazó mentalmente mientras observaba cómo se movían impasibles por el acuario. Apuntó en su cabeza que debía echarles comida antes de irse a la cama.
Se acercó a la ventana del salón y observó cómo caía la lluvia sobre el suelo mojado de la calle. Apenas se veía gente paseando, algo inusual teniendo en cuenta que esa zona era una de las más animadas de Santander. Además, pese a estar situada en pleno centro de la ciudad, la calle Campanarios había logrado convertirse en un pequeño oasis lleno de personalidad. Para empezar, el título de calle no se ajustaba demasiado a su naturaleza. Se trataba más bien de un pequeño callejón peatonal sin salida. Un par de árboles mustios, un banco roñoso y una pequeña fuente eran todo el mobiliario urbano de la calle Campanarios. Eso sí, en ese rincón oculto de Santander habían sobrevivido varios de los negocios locales más antiguos de la ciudad.
Desde su ventana Eva podía oír el barullo proveniente del bar Lucio, situado justo debajo de su casa. Se trataba de un lugar para comer y beber a la antigua usanza. Lucas y Eva disfrutaban tanto del ambiente familiar que se respiraba en la taberna como de las legendarias croquetas del viejo Lucio, dueño y alma del lugar, pero no solían frecuentarlo demasiado a menudo. La razón principal era que no podían permitirse darse semejantes atracones de fritanga con frecuencia. Cierto era que ambos era jóvenes (Lucas tenía treinta y uno y Eva acababa de cumplir los treinta y tres) y que gozaban de buena salud, pero si querían llegar a los cuarenta con la misma figura que lucían ahora debían evitar visitar el bar Lucio más veces de las necesarias. La otra razón para no frecuentarlo demasiado era que la clientela del bar era bastante mayor, y Lucas y Eva preferían rodearse de gente más joven.
Por suerte, otro de los establecimientos míticos de la calle Campanarios sí les ofrecía esa posibilidad. Se trataba del pub irlandés Kelly’s, situado justo en frente del Lucio y de la casa de Lucas y Eva. Al mudarse allí hacía casi dos años, la pareja había encontrado en el Kelly’s un lugar donde tomarse un par de cañas después de trabajar. Lo frecuentaba gente joven y alternativa, y aunque no tuvieran amigos allí les permitía integrarse de alguna manera en su nuevo barrio.
Eva sonrío al recordar la vez en que Lucas resbaló en medio del pub cayéndose al suelo con las dos jarras de cerveza que acababa de coger de la barra. Más allá de mojarse de arriba abajo de cerveza, Lucas no se hizo nada, pero el estruendo de las jarras estallando contra el suelo y la manera en que Lucas quedó tirado en el suelo fueron merecedoras de un ensordecedor estallido de aplausos y carcajadas por parte de todos los presentes, en su mayoría grupos de amigos. La cara de estupor de Lucas sirvió para que Eva tuviera el ataque de risa más largo de su vida. El camarero corrió a ayudar a Lucas y limpió los cristales y la cerveza en seguida. Incluso les sirvió otras dos jarras de cerveza a cuenta de la casa. Mientras Eva intentaba superar su ataque de risa, Lucas, sentado frente a ella, lo miraba abochornado, deseando que ese momento tan humillante pasara cuanto antes.
―Menos mal que no nos conoce nadie ―musitó antes de dar un largo trago de su jarra.
―Creo que a partir de ahora nos van a conocer ―señaló Eva cuando por fin pudo contener la risa.
La pareja no tenía familiares o amigos en el barrio. Ambos provenían de otras ciudades, y por lo tanto mudarse allí había supuesto comenzar una nueva vida en un entorno totalmente desconocido para ellos. Se mudaron a la calle Campanarios porque Lucas tenía un buen puesto en una revista de cine cuya sede estaba a un par de manzanas de allí. Eva no tenía trabajo estable, por lo que cuando decidieron irse a vivir juntos pensaron que lo más práctico era buscar piso en esa zona. Al poco de mudarse, Eva comenzó a trabajar en una panadería donde trabajó una buena temporada. Gracias a sus compañeros de trabajo, Lucas y Eva podían hacer algo de vida social fuera de la convivencia de pareja. Pero el barrio seguía siendo territorio desconocido. Salvo el bar Lucio y el pub Kelly’s, no tenían dónde refugiarse en días fríos y lluviosos como aquél. Si querían salir de casa, tenían dos opciones: ponerse morados a croquetas o emborracharse a cervezas.
Por eso Eva estaba ansiosa por conocer el nuevo negocio que acababan de abrir al fondo del callejón, en el lado opuesto a su único punto de entrada y de salida. Hasta ahora había sido una enorme ferretería que alardeaba de haber abierto sus puertas en 1944, pero su dueño había elegido finalmente echar el cierre y disfrutar de su jubilación. Según los cálculos de Eva, a la dueña del último de los comercios que ocupaban el callejón, una mercería de aspecto anticuado, no debía de faltarle mucho para hacer lo propio. El caso es que la antigua ferretería se había convertido en una especie de cafetería-librería, un concepto que a Eva le parecía fascinante. Los libros la apasionaban, y si podía combinar la lectura con una buena taza de café, mejor que mejor. Desde la ventana veía el cartel pintado sobre la cristalera del negocio: Cafetería-Librería Atlántida.
«El nombre promete», pensó Eva. Estaba realmente ansiosa por entrar en ese lugar.
Desde que esa mañana acompañara a Lucas al aeropuerto, Eva no había salido de casa, y teniendo en cuenta el mal tiempo que hacía esa cafetería-librería era lo único que la motivaba para salir.
Eva estaba en paro. Su último empleo como ayudante en una tintorería había finalizado hacía pocas semanas, y desde entonces no había encontrado nada que le pudiera interesar mínimamente. No es que Eva fuera muy exigente a la hora de elegir empleo. Había trabajado, además de en la panadería y la tintorería, en dos supermercados, una tienda de electrodomésticos, un estanco, una mercería y una tienda de ultramarinos. Todos los trabajos los había dejado ella cuando comenzaba a agobiarse o a aburrirse. Se le daba bien trabajar de cara al público. Tenía don de gentes, facilidad para gestionar cualquier transacción y mucha paciencia. Pero llegaba un momento en que el negocio dejaba de sorprenderla, en que todo se volvía monótono y repetitivo. Y Eva odiaba la sensación que aquello producía en ella. Así que llegado ese momento acordaba con su jefe o jefa el fin de su contrato.
En realidad, Eva era escritora, o eso le gustaba pensar a ella. Salvo varios relatos cortos y algún cuento infantil, jamás había logrado publicar nada. Dedicaba gran parte de su tiempo libre a escribir, pero nunca conseguía terminar ninguna de las historias que comenzaba. Con las novelas le pasaba lo mismo que con sus empleos: llegaba un momento en que la historia que estaba escribiendo se le hacía aburrida, monótona y carente de interés. Así que abandonaba esa idea y comenzaba a trabajar en una nueva. Cada vez que abandonaba un proyecto se sentía frustrada, pero en lugar de rendirse volvía a intentarlo una y otra vez, y así pasaban los años sin ningún fruto reseñable.
Por lo pronto, Eva se había resignado a trabajar como dependienta en cualquier comercio. No era a lo que ella aspiraba, pero le permitía ganar un dinero mientras llegara el momento en que completara con éxito la escritura de una novela. Confiaba en sus posibilidades, en que algún día llegaría su oportunidad, y no le importaba combinar su trabajo con las horas delante del ordenador. Lucas tenía un gran sueldo, por lo que Eva podía permitirse prolongar su “etapa de desarrollo”, como le gustaba llamarla.
Ahora que estaba desempleada y que iba a estar sola durante mes y medio, tenía ante sí la ocasión ideal para sentarse a escribir con fundamento. Esta vez no había excusas, debía hacerlo. Tenía una idea en la cabeza, pero necesitaba madurarla algo más antes de empezar a teclear.
Volvió a fijarse en el exterior de la nueva cafetería-librería que había traído toneladas de libros y de café a ese recóndito callejón al que habían bautizado como Calle Campanarios. Las obras de reconversión del local de ferretería a cafetería-librería habían durado semanas, y esa mañana, al salir de casa para ir al aeropuerto, Eva y Lucas habían descubierto que ya estaba abierta al público. Eva reflexionó en ese instante sobre la casualidad de que Atlántida se hubiera inaugurado el mismo día de la marcha de Lucas. Parecía una señal del destino. En un futuro no muy lejano su mente volvería a ese preciso instante para confirmar que había sido mucho más que una señal del destino. Iba a ser una bomba atómica. Pero en ese momento Eva no era consciente de lo que se le avecinaba.
Se alejó de la ventana y se sentó en el sofá de su sala de estar. En la mesita de enfrente había un sobre lleno de rupias, la moneda de la India. Lucas se lo había dejado con las prisas. Eva pensó en él. ¿Cómo estaría?
2
Lucas se fijó en la mujer que se sentaba a su lado en el avión. Se disponían a despegar, y la mujer, que rondaría los sesenta años y los noventa kilos, parecía estar esperando a que un verdugo imaginario le cortara la cabeza de un momento a otro. Viéndola con los ojos cerrados y la mandíbula en tensión, Lucas pensó que la señora estaba de foto.
A él no le daba miedo volar. Lo que realmente temía era el viaje de seis semanas de duración que estaba a punto de emprender. Viajar a la India había sido su sueño durante muchos años, aunque no recordaba cómo y cuándo había comenzado su interés por un país con el que jamás había tenido el más mínimo contacto o la más mínima relación. Simplemente un día comenzó a interesarse por el gigante país que se escondía detrás de aquel exótico y estereotipado lugar llamado India. Leyó libros, vio películas y documentales y buscó información en la red. Cuanto más conocía sobre la India, más atraído se sentía, y más quería conocer.
Planeó durante meses los posibles itinerarios por semejante vasto territorio, difícil de abarcar en su totalidad en un solo viaje, a no ser que se dispusiera de varios meses para hacerlo. La única manera de que Lucas pudiera hacer algo así era que dejara su trabajo en la revista, y esa no era una opción, teniendo en cuenta que su sueldo era lo que permitía que Eva y él llevaran una vida acomodada. Así que, tras hablar con su jefe, acordó cogerse seis semanas; las cuatro semanas de vacaciones que le correspondían al año y dos más en forma de excedencia. En seis semanas no podría visitar toda la India, pero tendría ocasión de recorrer una parte del país y empaparse de la vida en sus calles.
Eva lo había animado encarecidamente para que diera el paso, pero Lucas la conocía demasiado bien como para saber que en el fondo su novia no quería que se fuera dejándola sola tanto tiempo. Eva no estaba pasando por su mejor momento, y Lucas temía que su viaje a la India pudiera alterarla aún más. Ella había disfrazado la situación como una buena oportunidad para dedicarse en cuerpo y alma a escribir su nueva novela, la novela. Pero Lucas dudaba que Eva fuera capaz de sacar provecho de las circunstancias.
El caso es que Lucas había planificado su viaje durante meses, y ahora que el avión estaba a punto de dejar Madrid para aterrizar, casi nueve horas más tarde, en Nueva Delhi, no podía creerse que fuera a ocurrir. Aquél era más que un viaje para conocer un país desconocido. Por mucho que Lucas le hubiera dicho a todo el mundo (incluso a sí mismo) que el objetivo de viajar a la India era salir de su zona de confort y sumergirse en una realidad muy distinta a la que él conocía, había otros motivos bajo la superficie. El propio Lucas no sabía explicar cuáles eran, pero en su interior sabía que viajaba al subcontinente indio buscando otra cosa, o huyendo de alguna otra. Puede que ambas.
En cualquier caso, pensaba descubrirlo durante los cuarenta y cuatro días que tenía por delante.
Lucas abrió los ojos y miró confuso la hora. Sólo habían pasado dos horas desde el despegue, y al parecer apenas había dormido media hora. Sin embargo, durante ese tiempo había soñado con Parvati.
No le había hablado a nadie sobre ella, ni siquiera a Eva. La conoció durante un viaje de trabajo a Nueva York, hacía dos otoños. La revista lo había mandado a realizar un reportaje sobre la New York Film Academy, una prestigiosa escuela de cine de la Gran Manzana. Aprovecharía además el costoso viaje para entrevistar a cuantos directores, actores y guionistas de cine que pudiera localizar en esas fechas en la ciudad y para hacer otro reportaje visitando las localizaciones más icónicas de grandes clásicos de Woody Allen como Manhattan, Annie Hall o Balas sobre Broadway.
Estuvo una semana en Nueva York, y apenas tuvo tiempo de pasear por sus largas avenidas y sus hermosos parques pintados de colores otoñales. Pero en uno de esos paseos, cuando ya faltaba poco para el atardecer, Parvati se cruzó en su camino.
Él estaba sentado en un banco, observando desde un parque de Brooklyn el siempre sugerente skyline de Manhattan. Ella se acercó y le pidió permiso para sentarse junto a él. Se trataba de una mujer india, de unos sesenta años, vestida con un hermoso sari color celeste. Tras presentarse comenzó un pequeño interrogatorio sobre Lucas y sus circunstancias.
―Cuando lo he visto aquí sentado, he visto su interior ―le soltó la señora sin miramientos.
Lucas la miró sin saber muy bien qué decir.
―Y… ¿qué ha visto? ―acertó a preguntar, sonriendo nervioso.
―Dudas. Muchas dudas ―contestó inmediatamente―. ¿Me equivoco?
Fue curiosa la manera en que Parvati escrutó el rostro de Lucas tras lanzar esa pregunta. Lucas se sintió desarmado, completamente desnudo. Lo cierto era que en el momento en que esa extraña lo interrumpió él estaba dándole vueltas a muchas cosas: su trabajo, su familia, su relación con Eva… Efectivamente, mil dudas pululaban por su cabeza en ese momento. Casualidad o no, esa mujer había dado en el clavo.
―¿Cómo lo ha sabido? ―fue lo único que salió de la boca de Lucas.
―Mi abuela me enseñó ―contestó Parvati con una amplia sonrisa.
Entonces aquella mujer (para quien Lucas era un completo desconocido que podía, por ejemplo, ser un asesino en serie o un carterista especializado en la tercera edad) se abrió en canal. Era de Orchha, un pequeño pueblo del centro de la India, y había llevado una vida no muy común en la sociedad a la que pertenecía. Decidió no casarse, ya que se negaba a pasar el resto de su vida junto a un hombre que no la hiciera feliz, algo muy probable en el caso de los matrimonios concertados que imperaban entonces (y seguían imperando en la actualidad) en la India. Así que vivió durante años junto a la familia de su hermano Suni, que también integraban los padres de ambos y Nani ji, la abuela. Fue ésta quien transmitió a Parvati todo lo que sabía acerca del poder.
Más que un poder se trataba de una habilidad. Nani ji le enseñó a leer a las personas, a ver lo que ocurría en su interior y a identificar los problemas que debían ser resueltos. Esa habilidad la convertía en algo así como una psicóloga que no necesita que el paciente le cuente nada. Lo sabe, lo identifica y le propone soluciones. La enseñanza del funcionamiento de este poder vino acompañada, por supuesto, por un estudio exhaustivo de los vedas, los textos sagrados del hinduismo, y por el aprendizaje de distintas técnicas de la medicina ayurvédica, que integraban remedios caseros, masajes o técnicas de respiración. También le enseñó a manejarse en el mundo de las energías, de los chakras y de la meditación. Con tan sólo veinte años Parvati dominaba ya toda la sabiduría que su Nani ji era capaz de transmitir.
Sin embargo, Parvati continuó aprendiendo y explorando por sí misma, y en pocos años logró superar los conocimientos de su abuela, convirtiéndose en todo un referente para los habitantes de Orchha, que la visitaban a menudo con problemas físicos, emocionales y espirituales. Fue tal el éxito del poder de Parvati que con el tiempo comenzaron a llegar pacientes de otros pueblos y ciudades. Su hermano Suni, cansado de que su casa se convirtiera cada día en la consulta de “la doctora Parvati”, como él la llamaba en broma, le pidió que buscara algún local donde poder recibir (y a poder ser, cobrar) a sus cada vez más numerosos pacientes. Parvati hizo caso a su hermano en todos los aspectos, y pronto su consulta se convirtió en un lucrativo negocio que sacaría a la familia de la zozobra económica y que convertiría a Parvati en la primera mujer económicamente independiente de su familia (y de toda la comarca).
A la edad de cuarenta, frustrada y cansada de su monótona vida y habiendo ahorrado miles y miles de rupias, Parvati decidió cumplir uno de sus sueños: salir de allí. Quería viajar, conocer otros lugares, otras culturas. Hasta entonces Parvati sólo había podido salir de Orchha para visitar los lugares más importantes de la India: la capital, Delhi; Agra (ver con sus propios ojos el Taj Mahal había sido uno de los momentos más emocionantes de su juventud); varias de las ciudades sagradas para los hinduistas como Mathura, Haridwar o Varanasi; y las ciudades más importantes del Rajastán, el histórico estado de los antiguos maharajás. Pero siempre había viajado en familia, y las estrictas normas de conducta social que regían para las mujeres indias habían impedido que pudiera interactuar con la gente local e investigar esos lugares por su cuenta. Ahora, convertida en una mujer adulta e independiente que se valía por sí misma y que no necesitaba que su familia la protegiera, quería viajar sola. Por desgracia, su familia no aprobaba aquella propuesta tan inusual, así que el primer viaje tuvo que hacerlo acompañada de su sobrino Hamel, primogénito de su hermano y futuro patriarca de la casa. Hamel había sido el primer miembro de la familia en estudiar en la universidad, por lo que se le suponía mejor capacitado que nadie para enfrentarse a lo que pudiera aguardar fuera de los límites de Orchha. Resignada, y bajo una inmensa presión social y familiar, Parvati terminó aceptando que su sobrino la acompañara en ese primer viaje. No hizo falta que nadie la acompañara nunca más.
En los muchos viajes que siguieron, Parvati pudo conocer gente totalmente diferente a la que había conocido hasta entonces. Cuantos más lugares visitaba, más se sorprendía de la rica variedad de comunidades, religiones, castas y culturas que iba descubriendo. Aprovechaba para leer a las gentes de esos nuevos destinos, llevando a cada lugar su poder. Así, fueron creciendo su fama y su reputación de mujer poderosa, casi semidiosa, haciendo honor a su propio nombre (Lucas, que sólo había oído ese nombre en las novelas y películas de Harry Potter, descubrió después en internet que Parvati era una de las diosas más importantes y populares de la India).
Con los años Parvati terminó viajando a otros países asiáticos, a Europa, y finalmente a Estados Unidos, donde compartiría sus habilidades con estudiosos de la filosofía ayurvédica, del reiki o de la clarividencia. Por eso se encontraba en ese momento en Nueva York. Le habían pedido que impartiera unas clases dentro de un curso de medicina y filosofía oriental, dos jornadas de seis horas de teoría y una tercera jornada de práctica.
―¿Y ha venido desde la India sólo para dar tres días de clase? ―preguntó Lucas.
―Sí. Los alumnos son gente de mucho dinero del Upper East Side ―le aseguró Parvati―. Me pagan muy bien, y me ofrecen una semana de estancia en un hotel bastante cómodo del Soho.
―Vaya, sí que debe ser usted buena ―reflexionó sonriendo Lucas.― ¿Sigue teniendo su consulta en Orchha?
―Oh, no. Hace muchos años que no vivo allí ―le contó Parvati―. Ahora estoy instalada en Patnam, un pequeño pueblo del estado de Andhra Pradesh, al sur de la India.
―¿Y cómo acabó allí? ―quiso saber Lucas. Cada vez le intrigaba más la vida de aquella mujer.
―Verás, en uno de mis viajes por la India, llegué por casualidad a la pequeña ciudad de Kadiri. Su comarca es una de las más desfavorecidas de la India, y el sufrimiento y la desolación que vi allí cambiaron algo en mi interior. Conocí gente maravillosa, las personas más agradables y sonrientes que me había encontrado jamás. Me sentí rápidamente unida a ellos, como si los conociera de toda la vida. Mi dinero poco podía hacer para mejorar sus vidas, aparte de poner parches aquí y allá. Pero comprendí que yo podía ofrecerles alivio y esperanza. Podía ayudarles a llevar su vida con otra actitud, a resolver sus problemas internos, ésos que nada tienen que ver con el hambre o la miseria. Si alguien en este mundo necesitaba de mi poder, eran ellos. Así pues, me instalé en una modesta casa en Patnam, y desde entonces no me veo viviendo en otro lugar.
El relato de Parvati había conmovido muchísimo a Lucas. Por alguna razón, entendía y creía todo lo que esa desconocida le estaba contando.
La noche había caído sobre Brooklyn, así que Lucas decidió invitarla a tomar algo por la zona. Hablaron durante más de tres horas, y Lucas terminó contándole sus miedos, sus dudas, sus ilusiones y sus esperanzas. También le habló de su intención de viajar a la India. Parvati se mostró entusiasmada porque aquel chico tuviera intención de viajar a su país, y concluyó que su encuentro en Nueva York no había sido algo casual.
―¿Vendrás a verme? ―le soltó de repente con una sonrisa inocente.
―¿A Patnam?―preguntó tontamente Lucas. Parvati asintió abriendo los ojos― ¡Claro!
Lucas lo dijo sin pensar, pero a partir de ese momento Patnam se convirtió en una parada obligatoria de su itinerario por la India. Lucas no había tenido ninguna intención de viajar al sur de la India, ya que en ese primer viaje pensaba recorrer parte del norte y del centro, pero ahora no concebía ese viaje sin visitar el pequeño pueblo donde vivía Parvati.
Ese único encuentro en Brooklyn fue suficiente para que Lucas desarrollara un vínculo muy especial con aquella mujer. Mantuvieron el contacto mediante largos correos electrónicos en los que Lucas solía contarle las vicisitudes de su día a día: sus problemas, sus alegrías, sus miedos, sus reflexiones…
El por qué de que Lucas no le contara a Eva o a cualquier otra persona cercana su encuentro y su posterior relación virtual con Parvati era un misterio hasta para el propio Lucas. De alguna manera consideraba a Parvati su pequeño gran secreto, una especie de remedio mágico que temía compartir con nadie más. Cuando la fecha del viaje a la India estaba cerca, Lucas estuvo tentado de contárselo a Eva, sobre todo porque se le hacía difícil justificar su decisión de viajar tan al sur de la India. Pero no hizo falta, ya que Eva no mostró el más mínimo interés por conocer el itinerario que su novio pensaba seguir, así que él optó por guardar su pequeño secreto.
Ahora Lucas se encontraba surcando los cielos en dirección a la India, y aunque su encuentro con Parvati no se produciría hasta casi el final de su viaje, el mero hecho de saber que iban a encontrarse le provocaba un cosquilleo en el estómago.
La mujer sentada a su lado roncaba ahora como un gorila, olvidado ya el mal trago del despegue. Así que Lucas decidió intentar unirse a sus cánticos, para ver si así el momento de encontrarse con la India llegaba un poco antes.