¡Descubre la nueva novela de J. I. Zebra!
Tras la buena acogida de su primera novela, La lluvia índigo, J. I. Zebra lanza ahora Háblame de Nueva York, la historia de los dos viajes de Mario a la ciudad de Nueva York. Esta novela ofrece humor, amor, sexo, misterio, derechos LGTBIQ+ y múltiples referencias a la cultura popular y a la siempre inabarcable ciudad de los rascacielos.
SINOPSIS
Nueva York, verano de 2010.
Mario viaja a la Gran Manzana dispuesto a pasar el verano de su vida. Es joven, está saliendo del armario y tiene a sus pies la ciudad de sus sueños. Además, conocerá a Abel, un chico español que tiene todas las papeletas para convertirse en su primer gran amor. ¿Qué puede salir mal?
Nueva York, navidades de 2022.
A pocos días de casarse el prometido de Mario cancela la boda dejando su vida hecha añicos. Sin embargo, Mario decide realizar el viaje de novios que tenían previsto a Nueva York con su mejor amiga Almu. Así, Mario regresa doce años después a la ciudad en la que pasó los mejores días de su juventud y donde se enamoró por primera vez. El reencuentro con las calles de Manhattan será sólo el principio de un viaje que revolucionará su vida para siempre.
Háblame de Nueva York, ¡ya a la venta!
Adelanto exclusivo
Disfruta del comienzo de la novela Háblame de Nueva York.
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¿Puede un libro cambiar el mundo? Si una mariposa puede batir sus alas y provocar un terremoto en la otra punta del planeta ―nunca he sabido si era una metáfora o una probabilidad real―, ¿por qué no iba un libro a cambiar el mundo o, si no el mundo, al menos la vida de una persona?
Ya os adelanto que este libro no os va a cambiar la vida. Me daré por satisfecho si logra hacerla un poco más llevadera. En mi caso sí hubo un libro que cambió mi vida, y no para bien precisamente. Probablemente estéis pensando que exagero, pero os aseguro que no es así. El libro en cuestión es lo de menos ―luego os concretaré más―, pero antes de arrancar con la historia principal debo contaros cómo un puñado de páginas llegaron a dinamitar mi plácida existencia.
En realidad, el libro no cayó en mis manos, sino en las de Julio, mi prometido. Hago aquí un inciso para aclarar que yo soy Mario, que soy homosexual y que en esta historia abundan las relaciones entre personas del mismo sexo. Si eso supone un problema para ti, querido lector, te invito a que cierres este libro y busques alguna otra lectura que te ayude a corregir esa necedad y otras muchas que seguramente también padezcas.
Lo dicho, en este libro encontraréis historias de amor, de desamor y de amistad, tanto entre hombres y mujeres como entre hombres y hombres o entre ciudades y hombres… Sí, sí, habéis leído bien. También os adelanto que entre todas las historias de amor de esta narración la más importante es la mía con la ciudad de Nueva York. Nadie me ha enamorado tanto como la ciudad de los rascacielos. De hecho, la principal razón de ser de esta novela es declarar públicamente mi amor por Nueva York. Lo demás es puro relleno.
Volviendo a Julio y al dichoso libro ―que me voy por las ramas―, una lluviosa mañana de septiembre en la que se celebraba un juicio bastante mediático en la ciudad, mi novio, que era el abogado defensor ―el caso del juicio es irrelevante―, no corrió lo suficiente como para alcanzar el autobús urbano que lo llevaría al juzgado. Así pues, con la que estaba cayendo en ese momento, paró un taxi y se subió sin pensárselo dos veces. Casualmente, en el asiento trasero del taxi el cliente anterior se había dejado olvidado un libro y, cuando se lo comentó al taxista, éste le contestó con dulzura a Julio que se lo quedara, que él no quería «mierdas» en su taxi. Fue así como aquel libro huérfano acabó dentro del maletín de cuero de Julio.
No sabiendo muy bien qué hacer con un libro que ya no pertenecía a nadie y que por lo tanto le pertenecía a él, Julio lo guardó en uno de los cajones de la mesa de su despacho y no volvió a reparar en él hasta que varios días después un cliente le dejó plantado y, para hacer algo de tiempo mientras esperaba una cita ulterior, sacó el libro y comenzó a ojearlo sin demasiado interés. En un par de semanas se lo había leído entero. Los libros son como los amantes: a veces comienzas a leerlos y te aburres como una ostra, pero otras veces tienes un flechazo y no puedes dejar de leer.
Continuando con el símil de los libros, si durante ese otoño alguien hubiese tenido que escribir una novela sobre mi vida sería sin duda una novela romántica de subgénero LGTBIQ+. El día que Julio se encontró el libro en el taxi yo me probaba una americana azul cielo de más de quinientos euros que sabía que no me iba a comprar pero que me ayudaba a visualizar cómo de guapo iría el día de mi boda. El enlace iba a tener lugar el diecinueve de noviembre en el ayuntamiento de Santander, y el banquete se celebraría en nuestro restaurante oriental de confianza. Julio y yo nos íbamos a casar, y para nosotros era un paso importante, pero no creíamos en las bodas multitudinarias y mucho menos en los derroches sin sentido. Nuestros padres, hermanos, sobrinos, cuñados y amigos comerían arroz, sushi y pato a la naranja, y el único baile nupcial del que serían testigos tendría lugar en un local de ambiente especializado en música mamarracha al ritmo de las Spice Girls.
Pese a la boda low cost y al hecho de que llevábamos cinco años viviendo juntos, pasar de tener novio a tener marido me parecía lo suficientemente relevante como para comprarme una americana acorde con la trascendencia de la ocasión. Además, a diferencia de Julio, que vestía traje y corbata para ir a trabajar, yo jamás llevaba americana, y por lo tanto me parecía una buena ocasión para ir a juego con mi chico y no desentonar como tantas veces en que paseábamos por el barrio él en su uniforme de chico Martini y yo con mi camiseta de Los Simpson. Tampoco es que pretendiéramos ir a cenar al restaurante oriental vestidos como dos caballeros del imperio británico, pero al menos queríamos ir guapos y mínimamente elegantes. Además, siete años de relación bien merecían una americana con estilo, ¿verdad? Aunque aquella azul cielo se escapaba de mi presupuesto. Por mucho que quisiera a mi futuro marido no pensaba pasarme toda la comida haciendo acrobacias para no manchar de salsa agridulce mi americana de quinientos euros.
Siete años de relación. ¡Quién lo hubiera dicho aquella tarde de agosto en la que nos presentaron en una fiesta a la que tanto Julio como yo llegamos de rebote y cuya anfitriona ninguno de los dos conocía! Un abogado especializado en delitos fiscales y un diseñador gráfico especializado en nada no tenían a priori mucho en común. Su pelo bien peinado y mis greñas de perroflauta parecían corroborar la suposición anterior, así como su camisa de lino blanca y mi camiseta de Las Tortugas Ninja. Sin embargo, cosas de la vida ―y de la ingesta excesiva de alcohol―, comenzamos a hablar de cualquier cosa y terminamos comiéndonos los morros en el balcón de aquella casa repleta de gente que no nos interesaba demasiado. Los siguientes besos fueron ya en su casa; primero en el sofá, luego en la cama y finalmente en la ducha. Los besos y las localizaciones se volverían a repetir, aunque no necesariamente en ese orden. El buen sexo dio paso a la química, al tonteo, a las conversaciones de WhatsApp hasta las tantas de la noche y, por último, a formalizar la relación. En menos de dos años ya vivíamos juntos.
Como os decía, a las puertas de casarme con el hombre de mi vida, el género literario de mi historia era claramente la novela romántica ―la erótica era cosa del primer año de noviazgo―. Sin embargo, y aquí se pone la cosa interesante, mi vida estaba a punto de convertirse en una novela de terror.
Os pongo en situación: era la noche del treinta y uno de octubre, víspera de todos los santos y noche de Halloween, ocasión perfecta para pasarlo bien sin necesidad de un motivo de celebración. Fuimos a una fiesta ―esta vez sí conocíamos a la anfitriona― en la que era obligatorio ir disfrazado y aparentemente enseñando carne; jamás había visto brujas con tan poca ropa y piratas con semejantes bíceps. Yo, que en agosto siempre llevo una Rebequita encima por si refresca, no estaba por la labor de enseñar cacha, y mucho menos de dedicar tiempo a pensar en un disfraz elaborado, así que me vestí como todos los años de Ghostface, el asesino de la saga Scream. Una túnica negra, una máscara blanca con cara de fantasma gritando y un cuchillo ensangrentado eran todo lo que necesitaba para encajar en esa fiesta y para esconderme de cualquiera con quien no me apeteciera hablar. Por su parte Julio se disfrazó de espantapájaros y, aunque pretendía que fuera un disfraz terrorífico, la estampa era bastante lamentable.
El caso es que la fiesta fue un auténtico coñazo que ni siquiera mi amiga Almu, el tipo de persona que se conoce como el alma de la fiesta, fue capaz de arreglar, así que poco después de medianoche, aprovechando que la anfitriona estaba en el baño vomitando y que Almu estaba ocupada intentando ligar sin éxito con un chico vestido de Beetlejuice, Julio y yo nos dimos a la fuga. Ambos estábamos cansados, así que nos fuimos directamente a casa. Fue allí donde comenzó la verdadera fiesta del terror.
―¿Podemos hablar?
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y me dieron ganas de ponerme la careta de Ghostface que hacía horas que me había quitado. Cuando Julio utilizaba su tono de abogado defensor para hablar conmigo no podía esperar nada bueno.
―A ver qué dices que llevo un cuchillo ―bromeé sentándome a su lado en el sofá. No hubo risas.
―Mario, tengo que decirte algo ―soltó sin preliminares.
La cosa era seria. Hacía días que lo notaba raro, pero pensaba que era producto del estrés del trabajo y los nervios por la cercanía de la boda.
―No me asuste, señor espantapájaros ―le dije en un intento por rebajar la tensión y quitarle seriedad al momento, aunque sinceramente era difícil tomarse en serio a alguien vestido con un gorro de paja.
Julio mantuvo su rictus serio, aunque todo lo demás era bastante cómico. Sin embargo, no tardó en apagar mis esperanzas de que algo divertido saliera de aquella conversación.
―Creo que no puedo casarme contigo.